Caminos


El día había amanecido gris, goteando sobre mi ventana, alumbrando el cielo con sus relámpagos.
Me levanté, puse a funcionar la cafetera, abrí ventanas y cortinas para recibir el aire fresco y limpio de una mañana a comienzos de otoño. Busqué mi taza favorita, serví el café y me senté al borde de la ventana, con un pie del lado de afuera para sentir las suaves y frías gotas en mi piel.
Estaba sola, sola con la naturaleza y el café y no podía haber nada más hermoso en este mundo.
Estaba sola, desde aquel día que decidí partir, desde aquel atardecer que decidí no volver, desde aquel amanecer cuando cerré la puerta tras salir con mi valija. Estaba sola y la poesía volvía a fluir en mí, como la sangre fluía por mis venas, pero ya no era para ti.
Habría querido que no me dejaras partir, pero no me detuviste. Hoy el tiempo había pasado, hacía años que me había ido y yo no había cambiado, era la misma niña sin rumbo de aquella vez, y tú…
Bueno, qué decirte, tú seguías radiante, como el día que te conocí, como el día que me fui.
Ambos estábamos iguales, pero todo había cambiado, ya no deseaba que me retuvieras, ya no deseaba que nuestros caminos se juntaran.
Fuiste un kilómetro de mi andar, un muy bonito kilómetro, y qué rápido recorrimos ese trecho.
Pero nuestras rutas se separaron, tú escalabas una montaña y yo me adentraba en bosques, desiertos y océanos. Tu camino era una línea recta hacia arriba y el mío estaba lleno de curvas que llevaban a conocer todo alrededor de la línea recta que jamás quise seguir.
Y, de cualquier forma, aquí estábamos, en otra esquina de nuestras vidas, y todo había cambiado…
¿o quizás no?



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