Y entonces
lo recordé: había sido una niña la que me había hecho odiar los abrazos, nadie
había vuelto a abrazarme como ella, y yo no lo habría permitido.
Estábamos
en el colegio, era hora de gimnasia y llovía, nos resguardábamos en una sala
grande y vacía, muchos jugaban, yo leía, siempre alejada del resto.
Entonces
antes de irnos, esta niña vino y, inesperadamente, me abrazo para despedirse, y
por más que disimuladamente yo intentara, ella no me soltó.
Su abrazo
junto en mí tantos pedacitos rotos, tantos años sin abrazar o ser abrazado, me
hizo un nudo en la garganta y las lagrimas me advertían no pronunciar palabra
alguna.
Su abrazó
juntó en mí todo lo que de a poco se había ido rompiendo en todos aquellos años
que aunque eran tan pocos, parecían una eternidad.
Nunca más
alguien me abrazó de aquel modo, nunca más nadie rejuntó todos los pedacitos de
mí entre sus brazos. Tal vez porque yo no lo permitiría, o porque ya eran
tantos pedazos rotos de tantos años y eran trozos tan pequeños que ningún
abrazo podría juntarlos nuevamente.Tal vez es verdad lo que dicen que cada uno
tiene un don y el de ella sea ese, el de rejuntar partes de personas.
Pero de
cualquier forma jamás volví a verla o a conocer alguien con ese don o si quiera
el brillo que ella tenía y jamás volví a sentir un abrazo así.
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