Blume

Allí estaba ella, a pesar de que conversáramos a través de una pantalla, como era de costumbre ya que entre viajes y viajes jamás coincidíamos, y es que realmente nunca lo habíamos si quiera intentado, a pesar de aquella separación casi aliviadora, podía verla, podía imaginar el brillo en sus ojos con solo oír el fervor en su voz con el cual defendía sus ideales.
“eso es cosa de niños – sentenció – alguna vez has visto a algún adulto inteligente caer en esas tonterías?”- Blume podía aceptar que vicios los teníamos todos, y hasta creía que eran necesarios, pero algunos ella simplemente sentenciaba como “vicio de niñatos”, tenía esa maña de parecer incoherente si no tenias la suficiente paciencia para escuchar todas sus explicaciones, o entender las pocas que daba, era una fiel seguidora de la frase “a buen entendedor pocas palabras” y Blume amaba hablar con buenos entendedores.
Y lo cierto era que no podía censurar su pensamiento, no, esta vez no. No discutiría con ella, solo la escucharía, escucharía todo aquello que un día pensé, y nunca lo dije, nunca tuve el coraje de contradecirme, aunque creyera tener una buena razón para ello. Ella tenía razón, estos vicios eran cosas de niños, y de este en particular yo no me enorgullecía, aunque tampoco quisiera dejarlo de lado.
En cuanto la oía podía ver pasar frente a mí, dibujado en el humo del café aquella tarde en la que comenzó.
Era una tarde fresca de otoño, pocos años en el rostro, muchas cargas en los hombros. Siempre había escuchado que el cigarrillo servía para calmar las ideas que no se callan
“-Fumas?” – me preguntó, era un niño algo mayor que yo, nos conocíamos hacía poco tiempo, pero solíamos sentarnos durante bastante tiempo en aquella plaza a hablar de la vida, es decir, él hablaba, yo oía y de vez en cuando asentía o negaba, a veces hasta le debatía un par de cosas. En fin, aquella no era la primera vez que me ofrecían un cigarro (a menudo la gente me veía mayor de lo que realmente era) pero si la primera que lo consideré, él notó mi duda. “–quédatelo para después si quieres”
Era una época en la que los jóvenes no contábamos con mucho dinero, usualmente nos juntábamos en grupo y nos apoyábamos entre todos “un día tú no tienes, pues yo te invito, mañana yo no tengo y te tocará a ti invitar” era un código no dicho entre los grupos respetado en casi todas las ocasiones, aunque siempre estaban los más tacaños o los aprovechados y con el paso del tiempo esta regla de oro se fue perdiendo, ya éramos cada uno por su lado, ¿querías? Pues debías aportar. Pero en aquel entonces no hacía falta decir “no tengo dinero” y si lo dijeras tampoco avergonzaba a nadie, éramos jóvenes, la mayoría aun en el colegio, y no disponíamos de un sueldo, más que aquella pequeña cantidad que algunos padres daban a sus hijos de vez en cuando.
Conversamos un poco más y me fui, tenía el cigarro atrás de la oreja, lo había puesto allí en modo de chiste. A mitad del camino decidí que aún no quería ir a casa, fui a mi lugar favorito de aquella ciudad: un amontonado de enormes piedras en las que solía sentarme a leer o a escribir o a veces solo a contemplar la gente a lo lejos. Tomé el cigarrillo de mi oreja, lo observe, siempre había convivido con fumadores, el olor no me era precisamente desagradable, de mi locura por ver el fuego había tomado la maña de tener siempre un encendedor conmigo, lo saqué de la mochila, los observé por un momento y me sentí estúpida, “vamos niño tonto, como si esta porquería pudiera hacerte algo más que darte cáncer, como si esto pudiera hacer que aquellos problemas se callen de una puta vez” los deje a un lado. Observé la gente un rato más, hasta que los pensamientos hicieron que las lágrimas se sintieran al borde de mis ojos.
Observé los objetos de nuevo, sonreí. Tomé el cigarrillo y lo encendí, al principio fue raro, se mezclaba el humo dentro mío con mis pensamientos y salía dibujando una gris y densa nube. Cuando me di cuenta ya estaba en la mitad del cigarro y las lágrimas se habían ido. Terminé el cigarro, tome mi mochila y me fui a casa, puse mi chaqueta con los guantes a lavar, preparé un café y me tiré en la cama.
Así comenzó todo, tal como Blume me decía hoy a través de aquella pantalla “por niñatos tontos” por ser un tonto buscando conforto en lo único que tenía a mano. Cómo podría yo discutirle? Cuándo yo sabía muy bien cómo comenzaban muchas de las tonterías de los críos, cuándo yo había hecho varias de ellas, y debo confesar que no me arrepentía ni de la mitad, en ciertas ocasiones uno hace lo que debe (o lo que puede, quizás lo que cree necesario) para sobrevivir.

“pocos años en el rostro, muchas cargas en los hombros” esa frase volvía hoy a mi mente…

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