Y entonces
llegabas tú, como un tornado de dudas y la serenidad de una mañana de invierno.
Ahí estabas
parada, alborotando mi inestable estabilidad, haciendo girar las manijas de mi
reloj en sentido contrario y alterando la frágil calma de mi mundo.
Allí estabas
pintando mis rosas de rojo, entre cada sorbo a tu café ¿y qué podía hacer yo? llegabas
a mi reino a destronarme, a reinar, a usar mi cetro, y yo nada podía hacer, más
que mirarte boquiabierto.
Tú con el poder
de dominar cualquier mundo en que posaras, con esa pose siempre lista para la
guerra y ese perfume de sensualidad.
Tú con esas
flores adornando tu suave cabello y las armas en tus caderas. Eras simplemente
invencible, habrías conquistado todo con tu dulzura y destruido cualquier
oposición con tu fuerza.
Y yo? Pues ya
ves, yo aquí, te observaba dar pequeños sorbos a tu café, te vestía de reina
guerrera, y me daba el lujo de poder desvestirte.
Yo te disfrazaba
de Joana de arco, de Cleopatra, de la reina Blanca, te subía a un enorme
caballo y te mandaba a la guerra, a conquistar reinos.
Un día vestías
armadura y al otro un fino vestido tejido con hilos de oro y trenzabas tus
cabellos con plata y diamantes.
¿yo? Pues ya ves,
yo era un simple narrador, un soñador más…
Yo era el rey que
habías destronado del que ya nadie se acordaba…
¿yo? Yo era solo
un sirviente más en tu reino.
Comentarios
Publicar un comentario