La plaza

Veía mis brazos y piernas mientras me estiraba para tomar impulso en la hamaca de aquella vieja y ya descuidada plaza.
Mi piel estaba ahora manchada de tinta y ya no había perlitas blancas adornando mis orejas, pero el viento seguía despeinado mi cabello como hacía tantos años atrás, aunque ahora manchado con la tintura que se negaba a terminar de salir.
Ella acariciaba la arena que había bajo los columpios con las puntas de su largo y dorado cabello al recostarse, cerraba los ojos y el viento acariciaba su rostro suavemente.
Mis manos aún ardían por la caída de unos minutos atrás. Ya había olvidado lo que eran los raspones y lo alto que se veía la caída desde el tobogán del castillo.
Tomó mi mano y volvió a correr entre las piedras que adornaban la fuente de aquella plaza, aunque los saltos de piedra en piedra ya no me parecieran abismos y ya no entrara tan fácilmente bajo el puentecito.
El olor a pis era más fuerte, o quizás mi nariz se había vuelto más delicada con el paso de los años.
Pero a ella no le importa ni el olor a pis, ni los tatuajes, ni el cabello a medio teñir, ni los años, ni el tamaño de nuestros cuerpos. La niña que tomaba de mi mano y me guiaba por todos aquellos juegos no se importaba con nada de esas tonterías.
En su dulce inocencia no cabían esas diferencias, ella seguía siendo siempre aquella niña jugando en la plaza, guiándome cada amanecer a sentir el viento, la arena, los raspones...
Bajo lluvia o sol, siempre me llevaba a jugar con ella a aquella vieja plaza, sin importar cuánto tiempo pasará desde que se había ido, ella siempre tomaría mi mano para ir a jugar conmigo.



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