Y la música comenzaba con su suave letra, diciéndome
que no deje que El pasado me hiera, que Dulce ironía era que justamente esa música
sea parte Del pasado que me hiera.
A veces hay
que aceptar que el orgullo herido no era todo lo que dolía pero aun parecía un
mejor remedio que hacer las paces con el pasado.
Los pequeños
fantasmas, demonios de pecados de diversión, no eran nada comparados al
verdadero demonio que existía dentro de mí, a mi musa, mi dolor y mi único amor.
Ella,
aquella niña delicada de ojos tiernos, de cabellos suaves como algodón. De piel aterciopelada…
Ella…
Ella era la
que realmente dolía, ella era la que comandaba todo en mi mundo. No importa de
cuantos pecados la cubriera, o que tan profundo intentara enterrarla, mis
fantasmas no eran nada para ella, cuando hablaba, todos se callaban.
Ella teñía
mis letras de roja sangre de soledad, de sueños imposibles, de un único amor
que jamás existirá.
Intentaba
no escucharla, pero ninguna melodía era más fuerte que su delicada voz, su
gentiles hirientes palabras penetraban todo en mi ser, mataban cualquier
persona que quisiera convertirse en mi musa, y no existía ser que sobreviviera
al desafiarla.
Y así iba
yo, matando musas, tachando poesías, rompiendo cartas…
Ella era la
reina y dominaba qué entraba y qué no al mundo, y defendería ese lugar hasta el
fin de los tiempos, echándome en cara cada vez que he intentado desafiarla,
cada vez que he intentado callarla, lastimándome con mis culpas…
Y, al final
del día, ella seguía siéndolo todo, mi musa, mi dolor y mi único amor…
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